SAO PAULO – Brasil ha perdido su arrogancia. De acuerdo con las previsiones de crecimiento para este año, la economía más grande de América Latina apenas crecerá más que Venezuela y El Salvador en esa región, y las perspectivas para el próximo año no son mejores. La divisa brasileña, el real, ha caído a su nivel más bajo frente al dólar en más de cuatro años, lo que obliga al gobierno a inyectar miles de millones de dólares en los mercados de futuros cambiarios y aumentar las tasas de interés para detener las fugas de capital –pocos años después de que se estableciera un nuevo impuesto para frenar las entradas. ¿Qué es entonces lo que verdaderamente está sucediendo en Brasil y qué se puede hacer para asegurar un futuro próspero?

Sin duda, Brasil ha sobresalido en lo que se refiere a algunos indicadores de desempeño económico en la última década. Por ejemplo, sus amplios programas sociales, junto con el crecimiento del PIB en el pasado, han mejorado notablemente la distribución del ingreso del país.

Sin embargo, durante el mismo periodo el crecimiento anual del PIB registró un promedio modesto del 3.5% y el aumento de la productividad pasó a ser negativo. La productividad laboral brasileña representa una quinta parte de la de los Estados Unidos y es inferior a la de México o Chile. En consecuencia, Brasil puede no estar tan bien posicionado para sacar ventaja de su dividendo demográfico (cuando una proporción creciente de las personas en edad productiva crea nuevas oportunidades de crecimiento económico) como lo piensan sus dirigentes.

Un factor que limita las perspectivas de Brasil es su baja productividad, que se puede explicar en parte por la anémica tasa de inversión de 18% del PIB –baja para América Latina e ínfima comparada con la de Asia oriental. La inversión insuficiente se ha traducido en una infraestructura inadecuada. Por ello, a pesar del gasto masivo en estadios para la Copa del Mundo del próximo año, los costos logísticos siguen siendo elevados, lo que socava la competitividad de Brasil y limita sus expectativas de crecimiento. Mientras tanto, los escándalos de corrupción y la frustración generalizada debido a la baja calidad de los servicios públicos están incentivando el descontento social y disminuyendo la confianza de los inversionistas.

El auge económico de Brasil se debió en gran medida a los precios exorbitantes de las materias primas. Pese al impulso del banco de desarrollo brasileño, el BNDES, para fortalecer la competitividad y promover la formación de compañías industriales multinacionales más grandes, la posición manufacturera de Brasil ha seguido cayendo. Si bien desde 2000 ha habido algunos aumentos de la productividad en el sector agrícola, los elevados costos logísticos han contraído su impacto. Brasil sigue buscando nuevos motores de crecimiento.

La administración de la presidenta Dilma Rousseff, al igual que la de su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, claramente no ha asimilado la principal lección del auge económico de Asia oriental: si bien la política industrial puede hacer que aumente el desarrollo económico, no puede sustituir a la inversión en infraestructura, capital humano e industrias orientadas a la exportación.

Aunque Brasil ostenta una recaudación fiscal efectiva y su banco central tiene la reputación de ejercer una política monetaria prudente, los recursos fiscales se derrochan en programas sociales y en gastos estipulados en la Constitución, que producen pocos rendimientos debido a una deficiente aplicación por el sector público. Mientras tanto, los elevados costos del crédito interno están socavando la inversión privada. De acuerdo con el Banco Mundial, Brasil ocupa el lugar 130 entre 185 países en cuanto a la facilidad para hacer negocios.

Ante estas circunstancias, tal vez el gobierno de Rousseff fue imprudente al censurar la entrada de “capital indeseable” en años recientes y establecer obstáculos a las importaciones con el fin de proteger la industria nacional mediante la limitación de la competencia en el mercado. Habría sido más inteligente una estrategia de estímulo a la inversión mediante la intermediación financiera para asignar estos fondos a empresas que están quedando fuera de los mercados internos de capital debido a los costos excesivamente altos del crédito.

De hecho, el enfoque del gobierno de Brasil solo sirvió para exacerbar los problemas del país de baja inversión de capital, competencia débil y una innovación relativamente escasa–problemas que han impedido que el país obtenga beneficios de la productividad total de los factores en las últimas dos décadas. La mayoría de los analistas locales ahora proyectan las tasas de crecimiento brasileño muy por debajo de la producción potencial. Si tienen razón, será difícil mantener los avances económicos y sociales que se obtuvieron con tanto trabajo en la última década.

Para evitar tal escenario, los dirigentes brasileños tienen que aumentar la eficiencia del gasto gubernamental y usar los recursos liberados para aliviar los cuellos de botella de la infraestructura. El éxito se debe medir, por ejemplo, según el impacto en la calidad de la educación y la adquisición de conocimientos, y no de acuerdo con el nivel obligatorio de gasto público.

Además, los responsables del diseño de políticas deberían emprender reformas integrales orientadas a eliminar los privilegios de las firmas locales, e impulsar la competencia, incluso con las empresas extranjeras. A fin de fortalecer la competitividad de la industria exportadora de Brasil, la política industrial debe apoyar la transición a productos y servicios de alto valor. Con este fin, los créditos del BNDES deben reasignarse de los titulares actuales a empresas innovadoras.

El éxito en todas estas esferas depende de la aplicación, vigilancia y cooperación efectivas entre el gobierno y las empresas. En los próximos 10 a 15 años, Brasil tendrá una gran oportunidad para capitalizar su dividendo demográfico. A menos que haya alcanzado niveles suficientemente elevados de productividad y crecimiento, esa oportunidad se desaprovechará.

Las manufacturas, que cayeron del 30% del PIB en 1980 al 15% en 2010, deben convertirse en un motor de la innovación y el crecimiento del PIB. Al mismo tiempo, se debe hacer que el sector servicios, que está creciendo rápidamente –y que representa el 90% de los empleos de nueva creación en Brasil–sea más productivo, lo que requiere un mayor énfasis en los servicios vinculados a las manufacturas y las exportaciones.

Tras una década de reformas y reducciones del gasto durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso en los años noventa, y una década de políticas que favorecieron la inclusión social en el período de Lula, Brasil necesita una década de crecimiento económico. Su gobierno no tiene tiempo que perder.

Traducción de Kena Nequiz

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